viernes, 30 de septiembre de 2011

PUEDE QUE LA DECISIÓN ERRÓNEA, PERO UNA DECISIÓN

Tras un oxidado año sabático, hemos retornado a la rutina.
Ya llevamos una semana de clase y me estoy preguntando -muy acertadamente, he de añadir- si he hecho o no lo correcto, metiéndome en semejante percal. Porque seamos objetivos, no he hecho un bachiller de económicas. De hecho, sólo pensar en él me produce urticaria, por aquello de la matemática aplicada. Y, claro, hoy por hoy, tener una buena base es fundamental, o eso dicen, y mi base es nula. Me hubiera gustado prestar más atención a mi hermana cuando repetía salmodiantemente el estatuto de los trabajadores. ¿Eso se escribe con mayúsculas, por cierto? Un bachiller de económicas lo sabría, ¿no?
En mi clase, la gran mayoría parecen haber nacido con una calculadora bajo el brazo, y otros tantos han ido a parar a mi clase tras terminar una carrera. Así es el sistema, todos en un mismo saco para un mismo fin: encontrar trabajo. Quien lo consiga que tire la primera piedra.

Si he hecho lo correcto o no, aún no está claro, pero lo que sé seguro es que esto es un reto, un entrenamiento para lo que me espera en la universidad, y voy a superarlo, disfrute o no con ello. Ahora estoy feliz con mis nuevas libretas, y tengo el bolsillo desgarrado por el abusivo precio de los libros, aunque merece la pena pagarlos sólo por su olor. De lo que en realidad hablo es de que el fin justifica los medios. Antes no estaba dispuesta a pasar por una ardua preparación para llegar a un puesto de trabajo predilecto, y ahora sí. Si para llegar a un despacho con una pila de papeles por ordenar, he de aprender derecho laboral, que así sea.
Quiero estudiar criminología, y lo pienso pagar trabajando como contable, caiga quien caiga.

domingo, 25 de septiembre de 2011

ENVIDIA.

Finalmente y para mi regocijo interno, he de decir que la fiesta de pijamas no se celebró en mi casa, gracias a lo que pareció una intervención divina. De modo que llegado el momento, sólo comí y ensucié. El "monstruo de la fiesta" que vive en mí ha dormido bien esta noche pasada. Él durmió bien, pero no yo.
Uf... esta noche pasada. Tengo que dejar de autoconvencerme de que dormir fuera de casa es una buena idea, ya que soy insomne, y los insomnes en esta situación tienden a sufrir.
El reloj marca las 10:39 de la mañana, y ya llevo despierta un par de horas. Si pensamos que ellos se durmieron a las 5:00 a.m. pasadas, y yo lo hice ya habiendo amanecido, despertarse a las nueve es toda una proeza. Los gatos de mis amigos me miran esperando a que les ponga el desayuno, mientras yo -ansiando el mío- me planteo si esperar o no a los cuatro cuerpos que yacen medio muertos un par de habitaciones más allá. No mueven un músculo de dormidos que están. ¡Menudos hijos de vecino! Ahí durmiendo como si en ello les fuera la vida, un brazo aquí, la pierna allá, y los ojos cerrados tranquilamente. Yo los observo y me pregunto si -en caso de adoptar yo su postura- podría sumergirme en semejante sueño. Antes lo hacía; años ha, pero lo hacía.
Nos dormimos entre risas, bromeando sobre cualquier sombra en la habitación a oscuras. Me habría reído más a gusto si hubiera sabido que iba a dormir como ellos. La vida es más bonita tras un sueño reparador, y los ronquidos de ellos hablaban por sí solos. 
¡Tanto que me empujaron al sofá!

sábado, 24 de septiembre de 2011

UN ASIENTO LIBRE.

La cuenta atrás con respecto al comienzo del curso va tocando a su fin. El lunes es la presentación. Tengo mucho interés en ver qué se cuece en ese grado superior. Temo encontrarme con un gallinero abarrotado de personitas que no alcanzan a poner una palabra tras otra, pero también lo temí en 2003 cuando conocí a Saida. Lo que realmente quiero decir es que tengo esperanza de hacer amistades, a pesar de que mi personalidad reticente no me lo quiera permitir.
Cuando llegue al aula hay varios supuestos: que te sientes solo, con sillas de diferencia entre tú y el mundo, y que de ese modo nadie se te acerque; que te sientes sin decir palabra junto a alguien; que hagas eso mismo, pero con alguna frasecilla tipo "¿está libre?"; o que tengas la mala pata de sentarte junto a un asiento vacío, que tiene toda la pinta de ser ocupado pronto.
En esas situaciones... ¿qué? ¿qué se hace?
Se te acerca una persona: "¿Puedo sentarme?" Dice. Tú te tomas un segundo. "¿Cómo quieres que yo lo sepa? Puede que tengas algún tipo de desviación de columna, o algún problema óseo que te lo impida, pero si tras todos tus años de vida -que aún no sé cuántos son- no lo has averiguado tú, ¿cómo voy a saberlo yo?" Después te sonríes y piensas en eso de los contratos sociales y te dices a ti mismo que no te está hablando de la imposibilidad de sentarse, si no de una cordialidad social, una especie de ancestral muletilla que nadie sabe cuando comenzó. Entonces te planteas si hay o no más asientos libres, y en caso afirmativo piensas que algo ha invitado a esa persona a acercarse a ti. Pueden ser mil cosas: la ropa, el pelo, la postura, la mirada, el olor o un impulso estúpido que no tiene racionalidad que alguien que yo conocía llamaba "selección natural". El caso es que, claro, te hace la pregunta, cómo si eso fuera de lo más banal. Pero... ah ah, no es así. Un aula es un microsistema cuyos individuos se organizan en una complicada jerarquía de clanes. Allí las primeras conexiones son decisivas ya que por la geografía del espacio, tenderás siempre a interactuar con la gente de tu círculo físico más cercano. Por tanto tu posición y las personas más cercanas a tí, serán -en la mayoría de los casos- los candidatos a estrechar lazos contigo. De modo que no, sentarse junto a alguien en una clase, no es nada trivial. De hecho, si todos fuéramos conscientes de la trascendencia de esos primeros segundos, mostraríamos más cuidado a la hora de escoger nuestro asiento.
A estas alturas, ya te imaginas al año siguiente llamando por teléfono a la persona que está frente a ti."Tomemos un café" le dirás, "y después vamos a la presentación."La miras, y te preguntas un instante si te ves o no manteniendo una amistad con esa persona, aunque a estas alturas sepas que eso ya es inevitable. Evalúas su rostro. 

Ya se ha sentado a tu lado, y además piensa que eres una estúpida porque no has contestado a su pregunta. Sólo trataba de ser uan persona educada, y ahora ya no quedan más sitios libres. "Ojalá me hubiera sentado junto a este chaval de delante" Piensa.
"Hay que joderse." Te dices tú.

martes, 20 de septiembre de 2011

TONTACA, ASÍ, SIN MÁS.

El jueves próximo se organiza una cena para despedirnos oficialmente de Saida.
Poco después, el sábado, mis amigos y yo celebraremos una fiesta de pijamas, para honrar a nuestro amigo Toni, que cumple años hoy mismo.

Ambos actos se celebrarán en mi casa. Para añadir jocosidad al asunto me remito a la entrada anterior.

domingo, 18 de septiembre de 2011

UNA PIEDRA QUE LAS MATA CALLANDO

Dicen que el ser humano es el único ser que tropieza dos veces en la misma piedra. Sería agradable sentirse fuera de esa vulgar generalización, de no ser porque he visto a gente terriblemente inteligente caer en este tópico. Yo, que no soy terriblemente inteligente, no podía ser menos, y ayer volví a tropezar.
Está bien, me haré la pregunta: ¿Por qué? ¿Por qué me arriesgaré? ¿Por qué en cada evento, me repito hasta la saciedad que organizar una fiesta es buena idea? No lo es. Pero, claro, yo veo ahí la piedra -en el camino de arena fina- y me digo: "¡Qué pequeña es!" Y aún así, al pasar junto a ella, tropiezo y caigo de bruces partiéndome el labio, los piños, parte de la lengua, y demás enseres sangrantes. 
Esta ocasión era especial. Era una fiesta de despedida, y a pesar de jamás haber organizado alguna, me notaba en el pecho una cálida sensación de confianza, que me hacía pensar que todo estaba bajo control.
Esta semana me he demostrado que no existe la justicia. Porque, francamente, si una servidora invierte tantas horas, esfuerzo y sudor en organizar algo, con la mejor de sus intenciones... lo JUSTO es que todo salga -sino a pedir de boca-, aceptablemente bien. Huelga decir que de aceptable la fiesta, no tuvo nada. Pero de divertida... eso ya es harina de otro costal. Creo que contra más nivel de improvisación tienen las cosas, más divertidas son para los participantes, y menos para la anfitriona. Es decir, yo. 
Lo peor es la cara que presento cuando veo que mis planings, horarios y todos los variopintos e innecesarios papelejos estudiados para la ocasión, valen poco más que el confeti que se ha improvisado comprar. Adopto una expresión híbrida entre cara de extrema preocupación, atraganto y sobrehumano esfuerzo mental. Mi voz adopta un tono chillón, desagradable... me convierto en una energúmena maníaca. Lo peor -sí, hay algo peor que eso- es que si alguien insinúa siquiera en ese momento que mi estado nervioso es delicado, yo abro aún más los ojos y niego con expresión inocente: "No... ¿por qué dices eso?"
El monstruo de la fiesta se encarna en mí y sólo veo vasos fuera de lugar, cosas a medio preparar y gente que me pregunta cosas que no puedo entender porque al salir de la boca de la gente, llegan a mis oídos convertidas en un zumbido de abejorro. 
A pesar de todo eso, tengo unos excelentes amigos que, no sólo entienden esto, sino que les llega a parecer incluso cómico. El asunto, al fin y al cabo, no salió mal. Lo que realmente me molesta, y lo que en un segundo plano es motivo de este post, es que tanto igual hubiera dado invertir dos horas que veinte como hice.
Eso sí, la piedrecilla inocente no me volverá a engañar, por muy enana y pisoteable que parezca. 

sábado, 17 de septiembre de 2011

LA SEMPITERNA DISCUSIÓN

Bueno, sí, soy usuaria de Mac. Y no lo digo con la cabeza tan alta como querría porque, como en toda situación en la que se da un drástico cambio- se genera controversia. Os daré un consejo por si -sabiamente- habéis pensado en darle un bocado a la manzana: antes de dar el salto, por favor, preparad una infinita sarta de argumentos que justifiquen tal actuación. Porque los necesitaréis. Aparecerá alguien, en el momento en que menos lo esperéis, que cuestionará vuestro nuevo Sistema Operativo, y cuando llegue ese instante, tendrás la obligación moral de abogar por él. No te preocupes, querrás hacerlo. Querrás defender a tu nueva máquina que apenas hace ruido, que no te trata de usted, y que que simplifica tu interacción con el mundo de la tecnología. Te preguntarás una y otra vez porqué no lo ven. Porqué no comprenden que en tres años de uso, no has tenido un solo cuelgue, no has tenido que actualizar drivers, ni que desfragmentar la máquina. Pero por más que te lo preguntes, no te sabrás contestar, porque ser usuario de Mac es una experiencia personal para cada usuario. Yo soy de las traidoras que usan el botón izquierdo del ratón, que en Mac, por defecto, viene desactivado. Lo que quiero decir, es que yo he hecho de mi Mac lo que quiero que sea, y tú harás lo mismo, y probablemente uses cincuenta funciones maqueras más que yo, o veinte menos, pero tú decidirás. Eso provoca que, si alguien te ve usar tu computador plateado (me incluyo yo misma)-consistente únicamente en una pantalla y un par de periféricos-, vea que haces cosas que él no haría, o que considera innecesarias. Y tú, ahí tendrás que valerte de tu oratoria para justificar esto, si ves necesario meterte en tal berenjenal.
Yo por ejemplo, he tenido y tendré mil sanos debates con mi amiga, y jamás ninguna de nosotros cambiará de opinión. Pero es divertido, e instructivo.
Hay que saber apreciar a las personas que están en contra de la manzana, porque la gente que no tiene dos dedos de frente, ve tu mac y dice: "peazo ordenata que te gastas". Y a ti se te queda cara de intentar recordar el año de nacimiento de Isabel la Católica, mientras te preguntas porqué demonios lo dirá. ¿Es que ha usado Mac? Ah... no claro, no es eso, sólo es otra víctima de la apariencia, como hemos dicho, elitista, de esta empresa. Eso es así. Tener un Mac te hace formar parte de una exclusiva minoría de la que todo el mundo quiere formar parte. Pero un Mac no te ofrece eso, un Mac te ofrece lo que todo PC dice ofrecer y no ofrece: el ordenador a tu servicio y no tú al de ordenador.
PC no paraba de decirme qué cosas NO podía hacer. 

viernes, 16 de septiembre de 2011

CIENTO CINCUENTA CENTÍMETROS.

Lo recuerdo como si fuera ayer: yo estaba radiante frente a un catálogo de muebles abierto por una página que mostraba una fotografía de lo que pronto se convertiría en el dormitorio de mi casa. Ya habíamos escogido el color, el modelo y el tamaño de las mesitas... y también el colchón. Pero sentados frente a un hombre canoso lleno de irritante jovialidad, llegó la pregunta del millón: "¿Qué tamaño os apunto para el colchón?" Yo contesté al instante porque pensé que no había ninguna duda al respecto. Alex pensó lo mismo, y también declaró -tan seguro como yo- la medida que él creía decidida. "Uno cincuenta" Dijo él. "Uno treinta y cinco" Dije yo.
No podía creer que estuviéramos teniendo aquella conversación. ¿No había estado también él en nuestro minúsculo dormitorio? Ahora que lo pensaba... puede que con ayuda de las S.S pudiéramos meter en la habitación un colchón de metro y medio: ellos son experto en meter demasiado en poco sitio y afirmarse a sí mismos que está bien como está. Miré a Alex con los ojos desorbitados. No, no era de ideología nazi. Entonces... ¿qué fallaba ahí? Está bien, quince centímetros no marcan la diferencia entre una habitación despejada y otra que no lo está, pero... en fin... ¿Cómo explicarlo? Creo que tengo derecho a hacer una apertura de noventa grados en el armario que contiene mis enseres, ¿o no?
Traté de explicárselo a Alex, con la habitual exasperación que me caracterizaba en aquella época, y sin perder la educación, y soltando algún "cariño" entre pero y pero. El vendedor, divertido -y viendo en aquello la oportunidad de hacer que apoquinaramos quince centímetros extra de estructura de cama, de cabezal y de colchón de muelle ensacado en viscoelástico- interrumpía de vez en cuando dándonos la razón, ora a uno, ora a otro, pero permitiéndose la mofa de enviar miradas de complicidad a mi novio. 
Yo -insisto- no podía creerlo. Llevábamos varios meses durmiendo en un colchoncillo de noventa centímetros, y para mí la cama de matrimonio, era toda una revelación. Por lo visto Alex no opinaba lo mismo, y lo que en mi cabeza habían sido noches de calor humano, para él habían sido noches de agobio existencial. Está bien, desprendo calor al dormir, pero no suelo moverme por la noche, ni ocupo más espacio del necesario. Estaba yo reflexionando en estas cosas y en la estrategia correcta para virar el barco hacia mi puerto cuando declaré, seria y concentrándome en todo mi cuerpo con el objetivo de trasmitir lo que quería ser una orden: "Cariño," -quise empezar bien, demostrando que era su amiga y que quería lo mejor para él-  "una cama de ciento treinta y cinco centímetros..." -enfaticé las centenas para dar más sensación de longitud, y evitar mencionar la rebatible sentencia de "poco más de un único y triste metro- "esa cama," -para estas, mi índice ya señalaba un catre cercano, que estaba frente a un espejo iluminado con una luz blanca que amplificaba hasta los pensamientos de uno. Alex la miró con desconfianza, consciente quizá de que el tamaño que visualmente aparentaba esa cama, variaría mágicamente al entrar en nuestro dormitorio.- "eso, Alex, no es pequeño". Fui benévola, no dije "grande", dije "no pequeño". Me tomé un momento de respiro, escrutando la expresión de Alex y creyéndome vencedora. Repasé mi frase de cabo a rabo y no le encontré fallo alguno. "Carino, una cama de ciento treinta y cinco centímetros... Esa cama, no es pequeña" No se me ocurría nada que él pudiera decirme o rebatir en aquella situación, y casi sonreí, hasta que noté moverse algo detrás del escritorio de pino barato. Era el vendedor, y por su mirada de curtido en el oficio, supe que él tenía una respuesta que iba a inclinar la balanza. "Chicos" soltó una pequeña carcajada sabiéndose victorioso en la pesquisa "al principio de empezar a vivir juntos, ninguna cama es pequeña"
Ahí terminó la cosa. Hoy por hoy, la puerta de mi armario no alcanza los cuarenta y cinco grados de apertura.

jueves, 15 de septiembre de 2011

EN UN TONO INFORMAL.

Me encanta leer a gente como Hugh Laurie, que aunque no lo parezca tiene dos dedos de frente y una prosa que -si bien es cínica- tiene un peculiar deje de elegancia. Además, como escritora debota, diré que es divertido escribir así. ¿Cómo no va a serlo? Se trata de vomitar ideas y frases que te surgen usando unos recursos que no deberías utilizar. Si quieres decir que algo es largo, tienes varias opciones; una es a lo Flauvert: "Era largo como una noche de invierno, en la que cuando amanece, las nubes continúan tapando el sol". Si, poético, pero nada gráfico. También podemos expresarnos como Reverte: "Su largura era tamaña que llegaba a tapar su inefable estupidez, que, si me permiten, no era poca". Se puede también, recurrir a las frases impepinables, que solemos escuchar en boca de niños. Son obvias. A veces tanto que no se nos ocurren: "Es tan largo como la Muralla China". Y luego está la gente como Hugh Laurie o Eduardo Mendoza. Esta gente suele ser cómica, y en ocasiones incluyo a Reverte en este saco de lectura carcajeante -en un sentido halagador, no me vayan ustedes a malinterpretar- que siempre me arranca una sonrisa, y me hace lamentarme de mi conservadurismo a lanzarme a esta verborrea, que deja un gusto agridulce en el paladar. Yo no soy así, pero en mi cabeza, brotan las frases que plasman el mundo en este tono tan divertido y tremendamente adictivo. Así, a veces me expreso de manera indescifrable, y si tengo que hablar de que algo es largo, lo hago imitando inconscientemente esa prosa de Mendoza, Reverte o Laurie, en la que algo es sencillamente largo, si, pero tanto como los últimos momentos en los que intentas sorber un espagueti, y ya se te ha acabado el aire, y no sabes si soltar el condenado gusanejo o casi ahogarte para continuar con tu desgarbada comilona.
Así de largo. Así de simple. Así de gráfico y de biográfico. Eso hacen. Escriben sin preocuparse de si hablar de un espagueti pone en la mente de uno a un hombre con tripa y entrado en años, con barba de cinco días y tomate en el gaznate. Y sé que disfrutan tanto escribiendo así, como yo leyendo ese descarado estilo. Lo sé, porque cuando me tomo un momento de "descaro" frente al teclado, disfruto de mi cinismo y sonrío.
Ahora necesito sonreír un poco más, y por eso, no voy a preocuparme de la impresión de mis escritos, y por una vez en la vida, escribiré en tono informal, hablando sólo de lo que quiero hablar. Aunque sea un espagueti.