domingo, 18 de septiembre de 2011

UNA PIEDRA QUE LAS MATA CALLANDO

Dicen que el ser humano es el único ser que tropieza dos veces en la misma piedra. Sería agradable sentirse fuera de esa vulgar generalización, de no ser porque he visto a gente terriblemente inteligente caer en este tópico. Yo, que no soy terriblemente inteligente, no podía ser menos, y ayer volví a tropezar.
Está bien, me haré la pregunta: ¿Por qué? ¿Por qué me arriesgaré? ¿Por qué en cada evento, me repito hasta la saciedad que organizar una fiesta es buena idea? No lo es. Pero, claro, yo veo ahí la piedra -en el camino de arena fina- y me digo: "¡Qué pequeña es!" Y aún así, al pasar junto a ella, tropiezo y caigo de bruces partiéndome el labio, los piños, parte de la lengua, y demás enseres sangrantes. 
Esta ocasión era especial. Era una fiesta de despedida, y a pesar de jamás haber organizado alguna, me notaba en el pecho una cálida sensación de confianza, que me hacía pensar que todo estaba bajo control.
Esta semana me he demostrado que no existe la justicia. Porque, francamente, si una servidora invierte tantas horas, esfuerzo y sudor en organizar algo, con la mejor de sus intenciones... lo JUSTO es que todo salga -sino a pedir de boca-, aceptablemente bien. Huelga decir que de aceptable la fiesta, no tuvo nada. Pero de divertida... eso ya es harina de otro costal. Creo que contra más nivel de improvisación tienen las cosas, más divertidas son para los participantes, y menos para la anfitriona. Es decir, yo. 
Lo peor es la cara que presento cuando veo que mis planings, horarios y todos los variopintos e innecesarios papelejos estudiados para la ocasión, valen poco más que el confeti que se ha improvisado comprar. Adopto una expresión híbrida entre cara de extrema preocupación, atraganto y sobrehumano esfuerzo mental. Mi voz adopta un tono chillón, desagradable... me convierto en una energúmena maníaca. Lo peor -sí, hay algo peor que eso- es que si alguien insinúa siquiera en ese momento que mi estado nervioso es delicado, yo abro aún más los ojos y niego con expresión inocente: "No... ¿por qué dices eso?"
El monstruo de la fiesta se encarna en mí y sólo veo vasos fuera de lugar, cosas a medio preparar y gente que me pregunta cosas que no puedo entender porque al salir de la boca de la gente, llegan a mis oídos convertidas en un zumbido de abejorro. 
A pesar de todo eso, tengo unos excelentes amigos que, no sólo entienden esto, sino que les llega a parecer incluso cómico. El asunto, al fin y al cabo, no salió mal. Lo que realmente me molesta, y lo que en un segundo plano es motivo de este post, es que tanto igual hubiera dado invertir dos horas que veinte como hice.
Eso sí, la piedrecilla inocente no me volverá a engañar, por muy enana y pisoteable que parezca. 

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