viernes, 16 de septiembre de 2011

CIENTO CINCUENTA CENTÍMETROS.

Lo recuerdo como si fuera ayer: yo estaba radiante frente a un catálogo de muebles abierto por una página que mostraba una fotografía de lo que pronto se convertiría en el dormitorio de mi casa. Ya habíamos escogido el color, el modelo y el tamaño de las mesitas... y también el colchón. Pero sentados frente a un hombre canoso lleno de irritante jovialidad, llegó la pregunta del millón: "¿Qué tamaño os apunto para el colchón?" Yo contesté al instante porque pensé que no había ninguna duda al respecto. Alex pensó lo mismo, y también declaró -tan seguro como yo- la medida que él creía decidida. "Uno cincuenta" Dijo él. "Uno treinta y cinco" Dije yo.
No podía creer que estuviéramos teniendo aquella conversación. ¿No había estado también él en nuestro minúsculo dormitorio? Ahora que lo pensaba... puede que con ayuda de las S.S pudiéramos meter en la habitación un colchón de metro y medio: ellos son experto en meter demasiado en poco sitio y afirmarse a sí mismos que está bien como está. Miré a Alex con los ojos desorbitados. No, no era de ideología nazi. Entonces... ¿qué fallaba ahí? Está bien, quince centímetros no marcan la diferencia entre una habitación despejada y otra que no lo está, pero... en fin... ¿Cómo explicarlo? Creo que tengo derecho a hacer una apertura de noventa grados en el armario que contiene mis enseres, ¿o no?
Traté de explicárselo a Alex, con la habitual exasperación que me caracterizaba en aquella época, y sin perder la educación, y soltando algún "cariño" entre pero y pero. El vendedor, divertido -y viendo en aquello la oportunidad de hacer que apoquinaramos quince centímetros extra de estructura de cama, de cabezal y de colchón de muelle ensacado en viscoelástico- interrumpía de vez en cuando dándonos la razón, ora a uno, ora a otro, pero permitiéndose la mofa de enviar miradas de complicidad a mi novio. 
Yo -insisto- no podía creerlo. Llevábamos varios meses durmiendo en un colchoncillo de noventa centímetros, y para mí la cama de matrimonio, era toda una revelación. Por lo visto Alex no opinaba lo mismo, y lo que en mi cabeza habían sido noches de calor humano, para él habían sido noches de agobio existencial. Está bien, desprendo calor al dormir, pero no suelo moverme por la noche, ni ocupo más espacio del necesario. Estaba yo reflexionando en estas cosas y en la estrategia correcta para virar el barco hacia mi puerto cuando declaré, seria y concentrándome en todo mi cuerpo con el objetivo de trasmitir lo que quería ser una orden: "Cariño," -quise empezar bien, demostrando que era su amiga y que quería lo mejor para él-  "una cama de ciento treinta y cinco centímetros..." -enfaticé las centenas para dar más sensación de longitud, y evitar mencionar la rebatible sentencia de "poco más de un único y triste metro- "esa cama," -para estas, mi índice ya señalaba un catre cercano, que estaba frente a un espejo iluminado con una luz blanca que amplificaba hasta los pensamientos de uno. Alex la miró con desconfianza, consciente quizá de que el tamaño que visualmente aparentaba esa cama, variaría mágicamente al entrar en nuestro dormitorio.- "eso, Alex, no es pequeño". Fui benévola, no dije "grande", dije "no pequeño". Me tomé un momento de respiro, escrutando la expresión de Alex y creyéndome vencedora. Repasé mi frase de cabo a rabo y no le encontré fallo alguno. "Carino, una cama de ciento treinta y cinco centímetros... Esa cama, no es pequeña" No se me ocurría nada que él pudiera decirme o rebatir en aquella situación, y casi sonreí, hasta que noté moverse algo detrás del escritorio de pino barato. Era el vendedor, y por su mirada de curtido en el oficio, supe que él tenía una respuesta que iba a inclinar la balanza. "Chicos" soltó una pequeña carcajada sabiéndose victorioso en la pesquisa "al principio de empezar a vivir juntos, ninguna cama es pequeña"
Ahí terminó la cosa. Hoy por hoy, la puerta de mi armario no alcanza los cuarenta y cinco grados de apertura.

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